José Luis Durán King /De Peso
MÉRIDA, Yucatán.- Es poco común que un asesino serial llamé al número de la policía y confiese dos homicidios que acaba de cometer. Tampoco es usual que la policía no crea la confesión, tire de loco al hombre y que los uniformados sigan comiendo donas como si nada.
En abril de 1973, un gigante de 2.06 metros de estatura, 136 kilos de peso y cara de niño decidió acabar con la persona que, para él, era la causante de todos sus conflictos: su madre.
La mujer apenas si se enteró de que iba a morir. Estaba dormida cuando el joven llegó hasta ella y comenzó a golpearla con un martillo de zapatero.
Una vez muerta, el gigantón no vio impedimento para divertirse unos días con el cadáver. Por principio de cuentas decapitó el cuerpo, colocó la cabeza arriba del televisor y tuvo sexo con los despojos de su madre.
El acto necrofílico lo repitió varias veces en los cuatro días siguientes. Cuando el hedor ya era insoportable, incluso para él, fue a la sala a ver un poco de televisión.
Vio la cabeza de su madre arriba del aparato, fue por unos dardos, se sentó en la orilla de un sofá y comenzó a lanzar los aguijones a la extremidad descompuesta.
Sin embargo, el hombre sentía que al pastel le faltaba la cereza. Llamó por teléfono a la mejor amiga de su madre.
Le explicó que su progenitora quería celebrar los años de amistad que las unían, y qué mejor que una cena. La mujer llegó a la casa de su amiga, tocó la puerta y una voz masculina le indicó que pasara.
Solo al ingresar al inmueble, fue tomada por sorpresa y asfixiada. Pues bien, ya había dos muertas en la casa y él no tenía intenciones de enterrarlas. Subió a su auto y se encaminó “hacia el este”.
Manejó algunas horas y la radio no informaba acerca del hallazgo de dos cadáveres en una finca de Los Ángeles.
Eso no podía ser. Dio vuelta y condujo rápidamente a su hogar. Todo estaba como lo había dejado. Tomó el teléfono y llamó a la policía local. Cuando la voz al otro lado de la línea preguntó quién llamaba y para qué, el individuo tranquilamente dijo:
“Me llamo Edmund Kemper y quiero reportar que maté a mi madre y a una de sus amigas. Aquí están conmigo. Vengan y les mostraré que no miento”. No le creyeron.
El señor Kemper tuvo que llamar a un agente que conocía, al que le platicó lo que había sucedido y quien se encargó de detener al solitario gigante.
El carnaval del terror de Ed Kemper había terminado con el asesinato de su madre y la amiga de ésta. Los investigadores se movieron rápidamente y rescataron el expediente de un adolescente, abusado físicamente por su madre, quien incapaz de cuidarlo, lo entregó a los abuelos.
A los 15 años, el adolescente, harto de la severidad de los viejos, decidió matarlos, por lo que fue sentenciado como criminal juvenil y remitido al Hospital Estatal de Atascadero, California, especializado en enfermedades mentales.
Al salir de ahí regresó a vivir a la casa de su madre. Pese al tiempo transcurrido, las diferencias entre madre e hijo continuaban.
El joven Ed Kemper entró a trabajar al Departamento de Obras Públicas en la División de Carreteras en el Distrito 4. Ahí le prestaban un auto, que Ed se llevaba a casa. Cada que discutía con su madre, subía al auto y manejaba por horas.
Producto de esas escapadas fueron asesinadas seis estudiantes, cuyo único pecado fue pedir aventón. Kemper las llevaba a un lugar solitario, donde las asesinaba. Practicaba necrofilia antes de mutilarlas y comer algunas piezas pequeñas.
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